- Las disputas sobre seguridad, como las limitaciones a la DEA, y una migración aumentada por la crisis económica del Covid auguran tensiones
No es que Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador se lo pusieran fácil uno al otro, pero el carácter populista de ambos allanó las relaciones mutuas. La simpatía de Trump hacia líderes de gran afirmación personal o de perfil autoritario ha marcado la actuación diplomática de sus cuatro años de mandato. También el presidente mexicano parece entender bien la lógica mental del mandatario que gobierna a impulsos, poco sujeto a cauces institucionales.
Pero Joe Biden es otra cosa, y aunque ya ha empezado a limar las asperezas en las expresiones públicas de la Administración estadounidense hacia México y a cancelar algunas de las decisiones de Trump más cuestionadas desde el vecino país, los conflictos que enfrentan los intereses de las dos naciones son objetivos y la presente crisis mundial los va a agudizar. Sin la curiosa empatía, a pesar de sus visiones políticas opuestas, que existía entre AMLO y Trump, la relación entre Biden y su homólogo mexicano puede verse dañada por la evolución de los problemas.
El flujo migratorio seguirá en aumento
Los dos presidentes conversaron por teléfono la semana pasada. De acuerdo con la Casa Blanca, Biden expresó su deseo de «reducir la migración afrontando sus causas profundas, incrementando la capacidad de reasentamiento y las vías alternativas de inmigración legal, mejorando el proceso en la frontera para adjudicar peticiones de asilo y revirtiendo las draconianas políticas inmigratorias de la previa Administración». Son palabras de quien, por el contrario, como ha recordado un vídeo que estos días ha circulado por las redes sociales, en 2006 estaba favor de vallar toda la frontera con México, con un muro incluso más alto que el que ha instalado Trump (y cuya construcción Biden ha prometido ahora paralizar).
Es fácil hablar de combatir los problemas en origen, pero iniciativas como la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte centroamericano que con ese objetivo puso en marcha en 2015 la Administración Obama, y que como vicepresidente supervisó el propio Biden, no redujo la salida de migrantes de El Salvador, Honduras y Guatemala. Tampoco el Tratado del Libre Comercio entre Canadá, EE.UU. y México, vigente desde 1994 y que progresivamente debía reducir la desigualdad a ambos lados del Río Grande, ha quitado sustancial presión a la frontera.
Biden ha anunciado la eliminación de la exigencia de que quienes llegan a la frontera sur estadounidense pidiendo asilo deban esperar en México a la resolución de su caso. Y también se ha mostrado contrario a seguir forzando aplicar a Guatemala, El Salvador y Honduras una consideración próxima a la de «tercer país seguro», que les obliga a impedir el viaje hacia el norte a solicitantes de asilo que pasan por esos países. Una corrección en esas políticas ciertamente puede humanizar el proceso, no obstante Trump había logrado esos compromisos sin gran oposición de los presidentes centroamericanos ni de AMLO, a quien ya le va bien evitar que se queden en México migrantes que llegan desde Centroamérica.
Pero el problema no va a ir a menos sino probablemente a más. La crisis económica en la que nos encontramos, cuyas consecuencias aún no vemos del todo por estar más pendientes del aspecto sanitario de la pandemia, va a hacer aumentar la migración. Ya los últimos meses está habiendo mayor presión sobre la frontera sur de EE.UU. que en años precedentes, a pesar de las políticas restrictivas de Trump y de los nuevos segmentos del muro. La necesidad de controlar esos flujos obligará a Biden a adoptar medidas también robustas.
El choque por la DEA y Cienfuegos
Más allá del acento que Biden quiera poner en la lucha contra el narcotráfico, la crisis de muertes por opiáceos vivida los últimos años en EE.UU. le obliga igualmente a no aflojar en la confrontación de los carteles mexicanos. El trabajo de la DEA, la agencia antidrogas estadounidense, es esencial en esa tarea, así que toda dificultad que esta encuentre para su labor en México será motivo de fricción entre los gobiernos de los dos países.
En diciembre el Congreso mexicano aprobó una nueva ley de seguridad que restringe las actividades de la DEA en el país. Como agencia foránea, la DEA ya debía operar con la autorización de las autoridades locales y en coordinación con ellas. No obstante, con frecuencia ha habido recelos mutuos debido a que los agentes de EE.UU. muchas veces han actuado de manera independiente alegando desconfiar de la corrupción policial mexicana.
La nueva ley quita la inmunidad judicial a la cincuentena de agentes de la DEA que oficialmente están destinados en México y les obliga a presentar informes mensuales sobre su actividad; a su vez, los agentes mexicanos necesitarán autorización expresa de un panel nacional para cooperar con la DEA y le deberán revelar el contenido de sus conversaciones con esta.
Por otro lado, el conflicto de la raíz de la detención del general Salvador Cienfuegos se ha enrarecido. El exministro de Defensa en el anterior sexenio fue detenido en octubre en Los Ángeles acusado de narcotráfico; las presiones de López Obrador sobre la Administración Trump, amenazando la expulsión de la DEA, llevaron a la entrega del general bajo el compromiso de que su causa sería examinada judicialmente en México. Pero una vez en su país, Cienfuegos fue puesto de inmediato en libertad y la Fiscalía mexicana ha decidido no presentar cargos contra él, alegando falta de pruebas. López Obrador hizo publicar la semana pasada la documentación confidencial que le había pasado EE.UU., asegurando que no contenía datos que incriminaran a Cienfuegos y que la DEA había «fabricado» su acusación.
Las acusaciones formales en el sistema judicial estadounidense son aprobadas por grandes jurados que deciden a la vista de pruebas. Posiblemente EE.UU. se guardó documentación que no entregó a México, con lo que el señalamiento de Cienfuegos ha aparecido más endeble de lo que seguramente era (EE.UU. ya había precisado que el general solo era periférico en una investigación centrada en el capo de un cartel con el que presuntamente habría colaborado).
El episodio muestra que las estructuras de seguridad de los dos países están en curso de choque: AMLO se ha puesto del lado de sus mandos militares, y aunque Biden pueda no alinearse del todo con la DEA o el Pentágono, la seguridad es el único nervio que mueve lo más profundo del gigante estadounidense